
La capacidad de conquista de nuestro rey no tenía límites. Conocía a la perfección los regalos que la naturaleza le había proveído a su masculina presencia, y por supuesto, hacía alarde de ellos cada vez que era necesario. En especial, cuando su prominente y esbelta figura quedaba al descubierto.
El estupor de las enfermeras, y, honestamente, el mío propio; la primera vez que presenciamos tal espectáculo, no tuvo precedentes.
A decir verdad, la admiración fue constante durante los casi siete años que Neptunito estuvo con nosotros; no obstante, solo hasta dos años después, una de las enfermeras abordó a la esposa de nuestra celebridad sin la más mínima muestra de prudencia. Las carcajadas de la mujer se escucharon por toda la casa. A lo que agregó: “ya se me hacía raro que no me lo hubieran preguntado antes”. Cuenta seguida, nos deleitó compartiendo historias íntimas llenas de picante y travesuras.
Neptunito, además de bien dotado, era un hombre atractivo; alto, con unos enormes ojos verdes gateados y una sonrisa que ni James Bond en sus buenos tiempos hubiese podido igualar. Sumado a esta ancheta de virtudes, convergía su labia. El encanto entre su tono resonante, su acento “paisa” y la gracia de sus palabras nos hacía sonrojar. Las pacientes se lo disputaban en la mesa, más de una quería compartir el trono del rey durante la cena.
Lamentablemente su esposa no recordaba tales atributos con tanto entusiasmo; para ella representaban una maldición. La causa de muchas lágrimas y el que su matrimonio tambaleara un par de veces.
Al momento del ingreso, su Alzheimer no estaba muy avanzado. Aún reconocía a familiares y allegados, caminaba y tomaba los alimentos por sí mismo; sin embargo, por las tardes, al caer el sol, su estado de ánimo cambiaba presentando episodios de ansiedad, agitación, delirio, entre otros. Tal fenómeno se conoce como síndrome vespertino o del ocaso.
Algunas noches los síntomas sobrepasaban el efecto de los somníferos y no lograba conciliar el sueño. A lo que su ciclo circadiano quedaba alterado. Inclusive, otras veces venía acompañado de agresividad.
En una de esas noches, nuestro querido Neptunito decidió probar suerte como pintor. Mientras las enfermeras de turno se hallaban ocupadas en su ronda, nuestro rey se levantó sigilosamente de su cama, se dirigió con cautela al baño continuo y cerró la puerta con tanto cuidado que el acostumbrado ruido, propio de esas bisagras, no fue percibido por la auxiliar que se encontraba en la habitación de al lado; se quitó el pañal, y con el material depositado en el mismo, procedió a pintar las paredes del recinto. La nueva decoración estaba cargada de círculos, ondas, espirales y demás figuras semejantes a esas obras maestras de los niños de jardín que sus orgullosas madres cuelgan en las neveras. Fue necesario bañarlo entre dos personas, y la desinfección del baño duró un par de horas. La hazaña la repitió en una o dos ocasiones más.
Los síntomas vespertinos fueron desapareciendo año tras año, aunque “sus rabietas” lo acompañaron fielmente hasta el último día.
Con el transcurrir del tiempo fue perdiendo las fuerzas, lo movilizábamos en silla de ruedas, comía con asistencia, hablaba muy poco y ya no recordaba a nadie. A su esposa fue la última en olvidar.
Antes de su partida final, ella decidió llevarlo a casa. Según lo manifestó, deseaba darle una despedida familiar. Tres semanas después nos llamó a informar la prescrita novedad. Dijo que después de haberse quejado drásticamente por el almuerzo, había muerto tranquilo en su cama; rodeado de sus hijos, nietos y bisnietos.