
«…eh ave María, ¡es que en esta casa se lo roban todo a uno!» No hacía sino repetirlo día y noche; cual disco rayado, mientras golpeaba el bastón contra el piso a cada paso.
Ella vivía en un mundo peligroso, víctima de robos, estafas y atentados. Debía mantenerse vigilante, de no hacerlo podría morir envenenada por sus lacayos o estrangulada durante la noche por alguna de sus acompañantes; su imaginación era realmente asombrosa. Tan convincentes eran sus argumentos, que por momentos mi cabeza se cubría de dudas, me trasladaba a su mundo olvidando mi realidad.
Nada estaba en orden, era como en las películas; ¡estamos en el fin del mundo!
Vestidos tumbados sobre la cama decorados con cremas y maquillaje, zapatos colgados en las ventanas, el perfume derramado por el suelo y la bellota de los polvos sobre sus pies; aun peor, el cuadro del niño Jesús de cabeza, sin duda alguna, ¡el apocalipsis!
No la tenía fácil con ella. Mientras procuraba explicarle mis motivos, ella levantaba su bastón y con voz de mando me advertía cuán mal lo podría pasar si decidía acercarme más de lo debido; según su conveniencia.
En muchas ocasiones la encontré distraída, inmutable, como esperando alguna respuesta del cuadro colgado en la sala. En aquellos momentos yo solía abordarla intentando descubrir eso que atesoraban sus pensamientos:
—Querida, ¿en qué piensas? —yo le preguntaba.
—¡En los huevos del gallo, mijita! —contestaba ella jocosamente. —Eran instantes de largas risas.
Con el tiempo se hizo maleable, descubrí sus flaquezas, qué la hacía sonrojar, convencerla de no usar el bastón como arma o cuántos besos la obligaban a rendirse. No obstante, la mayor proeza fue convertirme en la traductora de su idioma oficial. No recuerdo exactamente cuántas fueron, pero muchas de sus palabras resultaban indescifrables para el resto de los mortales.
Su pasado la describía como una mujer distante, rígida, una madre ligeramente amorosa. Aun así, la dama con la que compartí tres adorables primaveras efectivamente era fuerte, pero tierna. Capaz de cubrirte el rostro de besos y el corazón de mimos. No cabe duda que, a pesar de todo, el Alzheimer esconde su magia.
Verla partir no fue fácil, su cuerpo inmóvil, vacío y debilitado por la inapetencia de los últimos días, anunciaban la entrada del último acto. Tomé sus manos, contemplé su piel ajada y pálida, besé su frente y al oído le susurré si aún me escuchaba. Pese a que mi alma ya no la escuchaba, yo continuaba soñando con una respuesta. Infortunadamente, la realidad se complacía en despertarme, la mujer que conocí ya no estaba. Oré para que el telón bajara.
Hola laura, gracias por comentar. Esos dichos paisas son muy chistosos, la Paisita siempre nos hacía reír con sus ocurrencias.. 🙂
Que historia tan tierna y divertida, me recordó a mi abuelita. Ella era paisa y tenía esos dichos… 😍