Mis memorias en cartas para Gocita, 88 años.

Anciana que le gusta tomar café

Mi querida Niña,

No sé por dónde empezar esta carta. Nada más de recordarte, se me llena el estómago de nostalgia. Mis memorias aparecen una sobre la otra, como fotos de Collage.

El día en que llegaste no parecías muy satisfecha. Tenías ese semblante del que «estoy aquí porque debo y no porque quiero, así que me iré pronto». Cuán equivocadas estábamos las dos. Al final ni tú querías irte, ni yo me resignaba a tu partida.

Tu carácter sobresalía entre las demás, no por altiva o pretenciosa, sino por ese aire de señora que todo lo sabe y no tiene miedo de contarlo. Aunque, siempre políticamente correcta. Sinceramente, tu diagnóstico de Alzheimer me resultaba de lo más raro.

Un tono de voz suave y pausado, aun cuando algo te molestaba. No te alcanzas a imaginar, cuánto te admiraba por eso. De ahí el desconcierto de aquella noche. Despertaste desbordada de alaridos, con la boca repleta de protestas. Sábanas y almohadas tiradas por el suelo. La piyama destruida, el cuerpo tembloroso y repitiendo todo el tiempo: «¿dónde están mis joyas?, ¿por qué no está aquí mi esposo?, ¡ustedes me han secuestrado!».

Intentabas levantarte una y otra vez, sin éxito. Lo que te provocaba mucha más cólera. Más tarde notaríamos la fiebre y la orina turbia. Un examen de laboratorio confirmó una infección del tracto urinario. Gracias a los antibióticos, dos días después pudimos recuperarte. A lo largo de los siguientes cuatro años, tal situación volvió a presentarse un par de veces, pero ya sabíamos cómo manejarla.

Espero que mi carta no te resulte muy larga. Te prometo que al final borraré un par de líneas. Tal vez las más tontas.

Sabes, me encantaba verte por las mañanas peinada con tus coletas de lado a lado, cual niña de cinco años preparándose para el jardín. Es más, creo que lo sabías. Ahora recuerdo que levantabas levemente tu cabeza y me lanzabas una sonrisa de media luna, como queriendo decir: «mira, ¿quedé linda, ah?, ahora puedes llevarme al comedor… ¡Estoy hambrienta!». 

También recuerdo que no te gustaba bailar, sin embargo, lo hacías para complacernos. En una de nuestras fiestas de carnaval, él tomó tu mano y empezó a darte vueltas como un trompo. Te veías incómoda, pero permanecías sonriendo. Intentabas seguirle el ritmo ladeando tus caderas, mas con los pies sembrados en el suelo. Ahora que recreo la escena en mi cabeza me parece gracioso. Lo amabas tanto que el sacrificio valía la pena.

A través de tu historia comprendí ese amor especial de las madres hacia los hijos únicos. Eso a lo que mucha gente llama apego, se convierte, casi, literalmente en un motor de vida. Tanto desde el principio, como hasta los últimos momentos de la misma.

—¿Dónde está? ¿Ya le avisaron que estoy aquí? —Le preguntabas con insistencia a las enfermeras del Hospital.

—No te preocupes, llegará pronto. —Te respondía, tratando de calmarte.

Como nunca ese día la acostumbrada reunión matutina de su oficina empezó tarde, y un accidente de tránsito paralizó el tráfico mientras conducía. Murphy estaba haciendo de las suyas.

Al final, tuve el honor de contemplar esa última chispa de regocijo en tus ojos cuando él atravesó la puerta de reanimación. Todos los presentes fuimos invadidos por esa descarga cósmica de amor infinito, fue imposible ignorarlo. Tus riñones daban por terminada la pelea, pero tu corazón de madre te concedió un tiempo extra, pudiste despedirte.

Carta sin posdata.

Hola, 👋 encantada de conocerte.

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5 comentarios

  1. 😭😭😭😭..

  2. Hermoso!
    Qué bonita manera de conectarnos con estas vivencias.

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