Amarguita, diabética hasta el cielo, 88 años

Anciana y su hijo

—¡Diabética hasta el cielo! —gritaba ella cada mañana al medirse la glucosa.

Ese día podíamos intuir que estaba de buen humor. Infortunadamente, no sucedía muy a menudo.

Bien sabíamos que los cambios en su estado de ánimo eran propios de su condición, aunque a veces no resultaba fácil recordarlo.

—¡Limpia culos! —Así llamaba a las enfermeras cada vez que fallaba en su intento de conseguir un dulce, misión que procuraba a diario.

Medía 1.60 m, delgada, con piel de anís estrellado, cabellos rizados y teñidos por los años. Un par de lentes enormes y metalizados le sumaban unos cuantos.

Siempre acompañada de su fiel amigo: Don Bastón. El mismo del que se valía para atacar en «tiempos de guerra»; así lo declaraba ella cuando sus órdenes no eran acatadas.

Marguita había sido ama de casa toda su vida. Más de 40 años con un esposo maltratador, aunque, según sus palabras, extraordinariamente proveedor.

Sus caprichos y los de su único hijo fueron siempre satisfechos; no obstante, esto determinó la carga emocional, económica y física que su «polluelo», como ella lo llamaba, heredaría de su padre tras su muerte. Un legado que consistía en convertirse en el nuevo patrocinador de su madre, lo que al final le costó dos matrimonios y un hijo distanciado.

Mi relación con Marguita no siempre fue la más cálida. Por alguna razón, me respetaba como autoridad, pero no profesaba afecto alguno hacia mí. Desde el primer momento pude sentir su repelo, aunque lo disimulaba muy bien. Propio de una actriz natural, como más tarde lo descubriría.

Intenté acercarme a ella poco a poco, tratando de conectar con su sentir. Traspasar esa fuerte y pesada armadura alrededor de su pecho no fue tarea fácil. La implementación de estudiadas y detalladas estrategias fue más que necesaria. Le hablaba de temas que sabía que le interesaban, como tejer, el vallenato y la cocina cachaca (así llamaba ella al ajiaco, la changua y el tamal). Incluso llegué a ver su telenovela favorita con la esperanza de encontrar algo que nos relacionara. También le compraba los dulces para diabéticos que la derretían.

Muchas veces la atendí personalmente cuando, con sus hirientes palabras, hacía llorar a la enfermera en turno, quien, desesperada, me decía:

—Prefiero atender caballos antes que seguir cuidando de esa señora.

Lentamente, las puertas de ese viejo y herido corazón comenzaron a rechinar. Fui más que bienvenida a su habitación, donde platicábamos sobre el clima, la religión y los actores mexicanos del momento. Me mostraba fotos de su juventud, me contaba historias de antaño y de cómo su hijo la había «abandonado» en el hogar para poder reconciliarse con su exesposa.

Lo del abandono era subjetivo: el hombre pagaba las cuentas, la acompañaba a todas las citas médicas y la visitaba dos veces por semana. Sin contar las veces que ella hacía uso de sus dotes histriónicas del medioevo y, entre aullidos, desmayos fingidos y gritos de angustia, alegaba que sería su último día en esta tierra y, por eso, necesitaba despedirse de su hijo amado.

Pasado el tercer año, la situación empezó a mostrar cambios inesperados. Nuestra querida huésped aprendió a pedir favores, dar las gracias e incluso hacer cumplidos. Sus niveles de glucosa se estabilizaron, las discusiones con su hijo disminuyeron y su nieto comenzó a visitarla. Es más, este último le llevaba chocolates sin azúcar y, cada dos domingos, la sacaba a dar un paseo vespertino por el parque de la esquina.

Lo curioso fue que, un año después, su memoria comenzó a borrarse. Ya no recordaba dónde había dejado el bastón, pero, inexplicablemente, podía caminar sin ayuda mientras lo buscaba.

Olvidó el nombre de su hijo, pero al verlo, sus ojos brillaban y le decía con emoción cuánto lo amaba. Incluso dejó de pedir dulces y galletas después del almuerzo, y tras cada baño, agradecía a la auxiliar encargada con un beso en la mano.

En algún momento, entró en conflicto con el sueño, pero no fue algo que un par de pastillitas no pudiera solucionar.

Sus días transcurrían en armonía, con los recuerdos de la niñez intactos, pero con la memoria del presente auto-reseteándose cada dos minutos.

Se le olvidaba que acababa de desayunar y pedía que se lo sirvieran. Pero, cuando se lo ponían frente a ella, olvidaba el plato y su mente se elevaba mientras la comida se enfriaba sobre la mesa.

Algunas veces el fantasma de la vieja Marguita volvía a espantarnos; sin embargo, gracias a los cielos, no con el mismo ímpetu.

—¡Aunque me escondan el bastón en las mismísimas pailas del infierno, allá iré a buscarlo! —vociferaba cada vez que no lo encontraba al lado de su cama por las mañanas. Lo chistoso era que había sido ella misma quien lo había dejado detrás de la puerta antes de irse a dormir la noche anterior.

El médico decía que era un comportamiento normal dentro del diagnóstico de Alzheimer, el cual le habían dado después de seis años.

A veces nos llamaba por las noches para reunirnos alrededor de su cama y contarnos cómo había pasado el día ayudando a su madre en el taller de costura, mientras les tomaba las medidas a las clientas y pegaba canutillos y lentejuelas.

Las enfermeras y yo ya sabíamos cómo acabaría la historia, pero igual la escuchábamos.

Su último día estuvo pintado de arcoíris. Durante la actividad lúdica de la tarde, solicitó pinceles y témperas. Recuerdo que pintó un cielo cargado de nubes verdes, un sol mostaza y un par de rayas rojas salmonadas con destellos púrpuras, a las que llamaba «las líneas que salen en el cielo después de un día lluvioso».

Después de la cena, se dirigió inmediatamente a su habitación con el ánimo de descansar. Al menos, eso dijo cuando la auxiliar le preguntó por qué no se quedaba a ver televisión con los demás, como de costumbre.

Se despidió de manera tierna, regalándonos un par de sonrisas aniñadas, de esas que achinan los ojos y te alargan las comisuras de la boca hasta levantarte las mejillas.

Motivo del deceso: Infarto al miocardio.
Hora del deceso: 18:20.

Así lo escribió el médico en su reporte, después de intentar reanimarla durante una eternidad de minutos.

Así lo sentimos todos.

Hola, 👋 encantada de conocerte.

Regístrate para recibir nuevas historias.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *